domingo, 11 de mayo de 2008

La emancipación intelectual y la acción política

Sin lugar a dudas el planteo de Ranciere en su libro “El maestro ignorante”i y la propuesta de Jacotot que allí se expone, presenta todo un desafío a quienes aspiramos a formar parte de ese acto político que es la educación. El desafío frente al cual nos pone el método de Jacotot es grande en la medida en que invita a subvertir la relación de saber-poder en la acción política cotidiana e individual: la del trabajo áulico. Hablar de desafío implica también poner en tela de juicio el modo en el que fuimos (y somos) formados esto es, de acuerdo a Ranciere, en una relación de subordinación intelectual creyéndonos con una inteligencia inferior y por lo tanto, desigual a la de quien enseña. Siguiendo a Ranciere podemos decir que buena parte de nuestra educación (por no decir toda) se despliega en una relación de “atontamiento” dentro de la que “se permite al maestro transmitir sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del alumno”ii. Esto muestra la relación de poder que encubre el atontamiento: una inteligencia “superior” intenta, a través de la explicación, la transmisión del saber a otra inteligencia “inferior” para que esta logre alcanzar a la primera. Claramente, nos dice Ranciere, esta lógica ordena el pensamiento pedagógico desde su vertiente tradicional hasta incluso progresista al concebir la igualdad de las inteligencias como un punto de llegada, un objetivo a alcanzar. De este modo el reto que debemos asumir, según el método de Jacotot, es el de convertirnos en emancipadores lo que supone obligar al otro “a usar su propia inteligencia. ” Para esto resulta necesario que el otro a quien pretendemos enseñar se apropie de un lenguaje y que pueda acercarse a una verdad que, en Ranciere, no es absoluta ni esta completa sino que presenta modos(órbitas) de acercarse a ella. El desafío que el método de Jacotot, expuesto por Ranciere, nos abre es (de nuevo) grande al empujarnos a considerar la igualdad de las inteligencias no como un fin sino como un medio (un supuesto) para enfocar la pedagogía en general y el trabajo docente en particular. Esto implica definir la acción política en términos individuales, locales, al nivel de la “microfísica del poder” (Foucault: 1992). Cabe preguntarse entonces acerca de cuales son los límites de nuestra acción política. Para ser más precisos ¿alcanza con la emancipación intelectual para lograr una transformación social? ¿Podemos pensar la acción política solo en términos individuales?
Ranciere sostiene “no hay ley de transmisión entre la emancipación individual y las formas de emancipación colectiva.”iv Esto puede ser razonado en función de que habrían dos niveles o dos campos de acción: el individual y el colectivo, lo que nos permite pensar ¿hasta que punto pueden ser separados? O mas bien ¿hay un límite claro y preciso entre lo que Ranciere llama “emancipación individual” y las “formas de emancipación colectiva”? No es el propósito de este escrito dar respuestas a estas preguntas que lejos están de tener soluciones univocas. El riesgo reside en plantearnos la acción política solo en los términos individuales postulados por Ranciere y de este modo, dar la espalda o renunciar a la “emancipación colectiva” por citar al autor o a lo que aquí llamamos transformación de la sociedad.
En segundo lugar, el desafío ante el cual nos enfrenta el método de Jacotot es, como ya se dijo, grande pero en tanto sujetos capaces y concientes de (o de aspirar a) transformar la sociedad no podemos conformarnos con esto únicamente. En este sentido, sigue siendo válida la propuesta de Jacotot entendida como proponernos generar las condiciones para que las inteligencias puedan verse como iguales, si a esto le podemos sumar la mirada critica, desmitificadora y desnaturalizadota del orden social vigente. En Ranciere encontramos “sin duda los emancipados son respetuosos con el orden social”v a lo cual respondemos: el “respeto” debe sustituirse por cuestionamiento o critica conciente si es que pensamos en la acción política (sea individual o colectiva) como transformadora de la sociedad.







i Ranciere J. : “El maestro ignorante”
ii Ibídem p. 16
Ibídem p. 25
iv Ranciere J. : “La actualidad de El maestro ignorante, entrevista con Jacques Ranciere”, Vermeren P.,
Laurence C. y Benvenuto A., Cuaderno de pedagogía Rosario, año IV nº 11(noviembre de 2003)
v Ranciere J. : “El maestro ignorante” p. 136

Acerca de la diversidad cultural

La diversidad cultural no puede ser simplemente “respetada” o “tolerada” como aparece en el discurso multiculturalista reciente. En primer lugar y de acuerdo a lo planteado por Tadeu da Silva , la diversidad cultural no puede ser separada de las relaciones de poder las cuales, a su vez, son luchas por la significación. En el análisis de Tadeu da Silva un grupo o sector dominante de la sociedad convierte sus significados particulares en los universales, en los que constituyen “la cultura”. Todo lo opuesto a estos valores o lo que aparezca como diferente adquiere la significación, el sentido de ser el “otro” en función de una hegemonía y legitimidad detentada por el grupo o sector dominante.
En segundo lugar, plantear la cuestión de la diversidad cultural en términos de respeto o tolerancia supone entender a las culturas como entidades cerradas, acabadas, inmutables e incapaces de mezclarse con otras. En la línea de lo que sostienen Duschastzky y Skliar vemos que “las culturas no son esencias, identidades cerradas que permanecen a través del tiempo sino que son lugares de sentido y de control que pueden alterarse y ampliarse en su interacción.” El multiculturalismo, sostienen los autores, levanta reivindicaciones de derechos plurales con lo cual suponen la inconmensurabilidad de las culturas. De este modo, el multiculturalismo se convierte en un discurso conservador, en la medida en que se encubre una ideología de asimilación de las otras culturales en la cultura dominante bajo las consignas de tolerancia y respeto.
En tercer lugar, Duschastzky y Skliar señalan que concebir la diversidad cultural apelando al respeto y a la tolerancia implica un enmascaramiento de las desigualdades y el no cuestionamiento de las relaciones de poder que subyacen pero principalmente “nos exime tomar posiciones y responsabilizarnos por ellas” afirman los autores. Con referencia a esto y a lo expuesto mas arriba, entendemos que la diversidad cultural no debe enfocarse desde el respeto y la tolerancia sino que, desde la perspectiva de lo que Tadeu da Silva denomina “multiculturalismo critico”, debe ser cuestionada y analizada críticamente.

Tadeu da Silva T. : “O currículo como fetiche” , Autentica(1999)
Duschastzky S. y Skliar C.: “La diversidad bajo sospecha” en Cuaderno de Pedagogía Rosario, Año IV, Nº 7, junio de 2000, p. 49
Ibídem

lunes, 21 de abril de 2008

Derechos humanos

¿Humanos o colectivos? Un posicionamiento frente al debate Savater – Jáuregui (2006)

La discusión en torno al carácter individual o colectivo de los derechos humanos, entre dos destacados intelectuales (Savater y Jáuregui), puede ser situada en la diferenciación (presente en el debate aunque no explícitamente) de dos aspectos, uno de los cuales se trata de que son los derechos humanos y, el otro, de para que están los derechos humanos.
El primero de estos aspectos (el que) busca establecer en quien recae la titularidad de los derechos humanos es decir, si pueden ser sujetos de derecho sólo los individuos (como sostiene Savater) o si, como afirma Jáuregui, pueden ser incluidos también grupos sociales tales como clase trabajadora, mujeres, niños, pueblos indígenas, minorías culturales, etc. Al respecto, se sostendrá aquí un parcial acuerdo con la postura de Savater ya que los derechos humanos solamente pueden recaer sobre los individuos en su condición de humanos esto es, en la pertenencia a un mismo sujeto colectivo universal: la humanidad. Sin embargo, la búsqueda de respuestas al que debe comenzar por el análisis de las condiciones históricas concretas que hacen posible establecernos a nosotros, los humanos, como sujetos de derechos. En este sentido, cabría preguntarse por la necesidad material histórica que permite que hoy podamos hacer referencia a la pertenencia (por encima de cualquier otra pertenencia étnica, cultural o religiosa) a este colectivo universal que es la humanidad y, en términos más generales, por la necesidad de que seamos individuos libres e iguales ante la ley.
En relación al segundo aspecto (el para que) aceptaremos como válida, en principio, la crítica hecha por Jáuregui, a la visión liberal que parece plantear Savater, cuando sostiene “las personas no eran ni son átomos aislados.” En este sentido, la cuestión del para que de los derechos humanos se vincula con la acción política de ciertos grupos para el logro de determinadas conquistas sociales y el respeto de ciertas libertades. De ahí que Jáuregui proponga hablar de “derechos humanos colectivos” los cuales, de acuerdo a su perspectiva, no tienen porqué contraponerse a los derechos individuales defendidos por Savater. Así, Jáuregui hace énfasis en este segundo aspecto ya que señala el carácter “instrumental” que tendrían los derechos colectivos en el accionar político de los grupos sociales.
Nuevamente, la cuestión central aquí (en mi opinión) debe enfocarse en el que son los derechos humanos. Entender el que es hacernos la pregunta sobre la necesidad de nuestra acción esto es, sobre que es lo que nos determina a actuar políticamente como sujetos concientes. Así, nuestra acción no debe ser la abstracta defensa de un derecho sino que, como se expuso mas arriba, debería comenzar por dilucidar nuestra determinación concreta y, a partir de esto, la potencialidad de nuestra acción como sujetos transformadores de la realidad.
Pablo Sisti

Derechos humanos

Derechos humanos y minorías

El planteo de Luis Villoro en torno a la cuestión de los derechos humanos y los derechos de los pueblos, parece poner sobre la mesa el debate acerca del carácter individual o colectivo de los derechos humanos. De este modo, tenemos por un lado los derechos humanos individuales y, por el otro, los derechos humanos colectivos (de los pueblos). Villoro presenta sin rodeos, a mi parecer, una suerte de “conciliación” o, mas bien (al igual que Jáuregui) una “complementación” entre ambos es decir, no los ve como opuestos sino como dos aspectos de una misma concepción de los derechos humanos. Esta “conciliación” o “complementación”, de los derechos individuales y colectivos, ofrece, en mi opinión, dos aspectos a considerar, uno de los cuales será motivo de mi aceptación mientras que el otro, de discusión.
El primer aspecto, de la “complementación” de Villoro, implica no confundir los “derechos de los pueblos” con los “derechos de los estados” como si fueran la misma cosa. Es interesante apuntar como Villoro complejiza el término “pueblo” presentándolo con toda su ambigüedad conceptual; lo que le permite, además, sostener porque “pueblo” no es equiparable a “estado-nación.” Como consecuencia de este planteo es que fue utilizado el “derecho de los pueblos a la autodeterminación”, en diversas ocasiones, como “derecho a la no injerencia” por parte de distintos estados soberanos para impedir, de ese modo, la intromisión en sus territorios de organismos internacionales por cuestiones ligadas a la violación sistemáticas de derechos humanos (principalmente de primera generación). Indudablemente, en mi consideración, como bien afirma el autor: “un estado no es un pueblo, sino un poder político que se ejerce sobre uno o varios pueblos, o sobre una parte de un pueblo”.
El segundo aspecto planteado por Villoro, hace referencia a la constitución (en el sentido de conformación o creación) de un nuevo tipo de estado plurinacional o multicultural capaz de incluir a los denominados “pueblos” (entendidos como minorías culturales o étnicas). Villoro es cuidadoso en señalar que la identidad “pueblo” debe servir de marco para la autonomía individual y no como una imposición sobre esta; lo que nos pone delante la cuestión, bastante interesante por cierto, del avance en la construcción de “valores universales” sobre la base del consenso y el aporte de las distintas culturas individuales. El punto crítico, a mi entender, es el de cómo parece caracterizar el estado el autor. Villoro presenta al estado plurinacional como “una asociación política” es decir, como el producto de una acción consensuada de tipo contractual. Subyace aquí, una concepción contractualista del estado que es lo que deberíamos poner en discusión. La pregunta que me hago es: ¿es posible alcanzar tal consenso (entre los distintos pueblos) dentro del actual estado burgués? Y si es así, ¿en que medida puede ser generalizable?

domingo, 30 de marzo de 2008

En torno a la crisis argentina de 2001-2002

El planteo de Bonnet respecto a las causas que precipitaron la crisis argentina de 2001-2002, es el de que por un lado, los capitalistas argentinos (y extranjeros que actúan en el país) fueron incapaces de aplicar la “racionalización de la organización de la producción” requerida para sostener un aumento constante en la productividad del trabajo y un nivel de competitividad, acordes al tipo de cambio impuesto por la convertibilidad en la década del noventa. Por otro lado, Bonnet enfatiza lo que considera otra de las causas de la caída de la convertibilidad y el consecuente estallido de la crisis: la resistencia de los trabajadores a la explotación. Esta, en la exposición del autor, atraviesa distintas etapas en las cuales los sujetos sociales y las demandas planteadas fueron variando hasta la conformación de una “nueva fuerza social”. Tal proceso no parecería ser mas que la expresión política de la crisis o de un despertar creciente de la resistencia social ante la “hegemonía menemista”. En este razonamiento, la potencialidad de la acción política de la clase obrera y las perspectivas adoptadas por la acumulación de capital en Argentina para desembocar en una crisis, aparecen vaciadas de contenido y determinación. Las formas políticas surgidas serían un resultado de la “resistencia” o de la “lucha” sin mas necesidad para su razón de ser que la acción colectiva de la clase obrera en sí y por sí misma. En otras palabras el autor no parece concebir las formas políticas como una necesidad del propio proceso de acumulación de capital para regenerarse en otras condiciones concretas. No puede verse en este análisis, especificidad o particularidad alguna en relación al proceso de acumulación de capital en Argentina y a la crisis generada en 2001-2002. Toda explicación del autor parte de la lucha de clases o de la “resistencia” como contenido de las formas de acción política e inclusive, en última instancia, parecería que hasta de la misma crisis.
El análisis hecho por Damill, Frenkel y Juvenal se alza como una crítica a lo que llaman visión “fiscalista” de la crisis. De acuerdo a los autores la crisis no puede ser entendida (como hace el FMI y buena parte de la academia) desde el punto de vista del papel jugado por la política fiscal. No obstante, en el enfoque de los autores la crisis respondería a un aspecto institucional: la implementación de una política económica en particular que demostró (según lo ocurrido en otros países de Latinoamérica) estar condenada al fracaso es decir, derivar en una crisis. Dicha política económica fue aplicada en Argentina durante la década del noventa y supuso una serie de medidas (tales como la fijación del tipo de cambio, la apertura comercial y financiera, etc.) que desembocaron en una “fragilidad externa” de la economía ante los flujos internacionales de capital y las crisis de otros países. Así, el momento en que estos afluyeron al ámbito nacional marcó el contexto internacional que hizo viable la implementación del régimen de caja de conversión. Sin embargo, cuando esta situación se revierte (ante el cambio en los flujos de capital y la crisis mexicana) la convertibilidad tambalea y la economía argentina amenaza con entrar en crisis (panorama que se presenta en 1995) ante la escasez de divisas necesarias para el sostenimiento de la paridad cambiaria. Pese a esto, la ayuda clave del FMI permite salvar la convertibilidad y patear el advenimiento de la crisis hacia delante. Con la crisis asiática de 1997, rusa y brasilera de 1998 la economía entra en un proceso de contracción que no sólo no va a revertirse, sino que va a derivar en la crisis de 2001-2002. La explicación de las causas de la crisis queda así reducida a una política económica incorrecta o inadecuada que, al desproteger la economía de los cambios económicos internacionales, la precipitó mas temprano que tarde en la crisis. En palabras de los propios autores: “la principal causa no fue una política fiscal dispendiosa, sino el efecto combinado de la fragilidad externa y el contagio de las crisis de Asia, Rusia y Brasil” . En esta visión no se considera (o se lo hace de manera muy superficial) las formas políticas adoptadas por la acumulación de capital en la convertibilidad en general y, menos aún, a medida que mas próxima estuvo la crisis. Por otra parte, toda potencialidad presentada por el proceso de acumulación de capital en Argentina parecería quedar reducida al paquete de medidas contempladas en una determinada política económica.
Para Iñigo Carrera las causas de la crisis de 2001-2002 deben buscarse en lo ocurrido con la acumulación de capital en Argentina en los 25 años previos a que la misma se desate. Lo que acontece en este período, en el planteo del autor, es el sostenimiento de la valorización de los capitales industriales que producen para el mercado interno, a partir de la apropiación de renta diferencial de la tierra y de la venta de la fuerza de trabajo por debajo de su valor esto es, la caída persistente y sostenida del salario real. En la década del noventa en particular, la acumulación de capital presentó la particularidad de utilizar la sobrevaluación cambiaria como vía de transferencia de renta hacia los capitales industriales que actuaban para el mercado interno. Una vez realizada su valorización estos capitales giraban sus utilidades (multiplicadas por la mediación cambiaria) provocando un constante y creciente drenaje de divisas. El principal modo en que, para el autor, el estado nacional pudo sostener la paridad cambiaria fue, además de la ya mencionada apropiación de renta, el endeudamiento público externo. Iñigo Carrera afirma que a partir de la década del sesenta hubo un ingreso neto de divisas en concepto de deuda externa, que se hace significativo en la década del noventa para el sostenimiento del tipo de cambio en particular y, en general, de la modalidad del proceso de acumulación de capital. Al producirse una crisis en 2001 a nivel mundial, del denominado “capital ficticio”, el flujo de riqueza social detiene su marcha y la convertibilidad se hace cada vez mas insolvente. En términos del propio autor: “la crisis mundial y la crisis nacional, agudizada como expresión específica de la primera, tornaron insostenible la expansión efectiva de la deuda para reponer las reservas de divisas drenadas por el sector privado .”
Desde el punto de vista de Iñigo Carrera, esta crisis económica requirió, para poder manifestarse como tal en toda su magnitud y dimensión, de las formas de acción política que emergieron. De este modo, los saqueos primero y la llamada “crisis de representación” (expresada en la consigna: “que se vayan todos”) después, fueron las formas de acción políticas necesarias para que el proceso de acumulación de capital para despojarse de una forma política (gobierno de la Alianza) y adoptar otra (Partido Justicialista). En el razonamiento del autor, esta última expresión política era la única con la capacidad (dadas sus bases sociales de representación) de dar curso a la aguda contracción productiva y a sus nefastas consecuencias para la clase obrera argentina: caída pronunciada del salario real y multiplicación veloz e importante de la población sobrante para el capital. En este planteo, todo cambio del que parecía portadora la acción concluyente de “cacerolazo” y el “piquete” (vista por Bonnet como la “nueva fuerza social”) no encerró más necesidad y potencialidad que el de la reproducción de la acumulación de capital sobre una nueva base.
La conclusión a la que se puede arribar, a la luz de los planteos expuestos, es que todo análisis de la crisis del 2001-2002 en particular y de cualquier otra crisis en general, que no se proponga avanzar en el conocimiento integral de las relaciones sociales de producción (vistas estas como la forma histórica en que se realiza un proceso natural de producción y reproducción de la vida humana) está condenado a dos posibilidades que niegan, cada uno de distinto modo, el conocimiento científico: la primera es caer en inversiones idealistas o ideológicas es decir, convertir la necesidad de una crisis y de una acción política en general en algo que brota del aire o de la conciencia sola y en sí misma sin determinación material alguna de la cual sea expresión concreta. Por otra parte, dar cuenta de las determinaciones de las crisis sin entender que estas son parte normal y necesaria del funcionamiento del modo de producción capitalista, es tener una mirada ideológica por negar este rasgo inherente a las sociedades regidas, en su proceso de vida humana, por la valorización del valor como relación social general.
La otra posibilidad, es la de detenerse en el puro contenido económico de las formas sociales y reducirlo a un abstracto problema de “funcionamiento de las variables macroeconómicas” o del problema de cómo se implementa una determinada política económica para traducirse en una crisis. Tal mirada induce a caer en la apariencia de que por un lado están las relaciones económicas y por otro las sociales, naturalizando o fetichizando así a las primeras.

La acumulación de capital en Argentina desde 1955 hasta mediados del 70

Portantiero arranca su análisis centrándose en lo que considera el rasgo característico de la sociedad argentina, en la etapa comprendida entre 1955 y mediados de la década del 70: la “inestabilidad política” o la “ingobernabilidad”. Este aspecto, de acuerdo al planteo del autor, tiene como principal determinación la incapacidad o la falta de fuerza política suficiente, de los distintos sectores de la burguesía, para hacerse del aparato del estado y del gobierno de manera estable. Desde esta perspectiva, la cuestión central en las características particulares que presenta el proceso argentino de acumulación de capital, con sus ciclos ascendentes y descendentes, es la “hegemonía” o, mejor dicho, la falta de esta por parte de alguna fracción de la burguesía para imponerse al resto de la sociedad en términos de una dominación política. Esta situación es definida por Portantiero como “empate hegemónico” y no es vista como la forma adoptada por la acumulación de capital, sino que es algo que aparece invertido respecto de su determinación: “periódicamente, distintas fracciones buscan dar un vuelco a la situación, tratando de montar un modelo de acumulación alternativo”. Por consiguiente, la sucesión en los ciclos de expansión y contracción de la economía argentina en el período, es presentada por Portantiero como el resultado de los permanentes fracasos en los proyectos políticos de los sectores, partes o fracciones de la burguesía por aglutinar detrás de sí al resto de la sociedad y, en particular, al conjunto de la clase obrera (identificada por entonces, como expresión política general, con el peronismo). En esta visión, toda explicación sobre las fases de expansión y contracción de la economía argentina parecería no encontrar mas razón de ser que lo ocurrido al nivel de las relaciones políticas.
Oscar Braun explica los ciclos a partir del “estrangulamiento” de divisas mostrado por la balanza de pagos de la economía argentina. La fase ascendente del ciclo culmina cuando se produce un déficit comercial en la balanza de pagos, como consecuencia del exceso de importaciones respecto a las exportaciones, el estado se ve obligado a devaluar la moneda para cerrar la brecha. Ocurrido esto, sostiene Braun, se inicia la fase descendente del ciclo que se traduce en la caída del nivel de salarios reales y en el encarecimiento de las importaciones requeridas por los capitales del sector industrial. Ahora bien, tal “estrangulamiento externo” es, para el autor, la consecuencia inmediata y directa del carácter “monopolista y dependiente” con el que opera el capitalismo en Argentina, y constituye (siguiendo este enfoque) un freno o traba exterior a la expansión de las fuerzas productivas del trabajo social. En este sentido, el hecho decisivo y fundamental para entender tanto el mencionado freno a las fuerzas productivas, como así también el comportamiento cíclico de la economía argentina, es las trabas impuestas por los países “imperialistas” a las exportaciones de los países “dependientes” como la Argentina. Así el abasto de divisas necesario para permitir un crecimiento sostenido de la economía o sea, sin interrupciones depresivas o contractivas recurrentes, es acotado por estas trabas de los países imperialistas y por el giro de utilidades, remesas e intereses hecho, por los capitales extranjeros, desde el ámbito nacional hacia el exterior.
En la visión de Iñigo Carrera los ciclos que muestra, en el período, la acumulación de capital en Argentina responden a las fluctuaciones en la masa de renta diferencial de la tierra que ingresa al ámbito nacional. En esta perspectiva, en el momento en que la masa de renta se expande el ciclo económico exhibe su fase ascendente debido a que se incrementan las formas de apropiación por parte del capital industrial (sea nacional o extranjero) que opera para el mercado interno. En cambio, en el momento en que la renta se contrae el ciclo económico entra en su fase descendente. Así, la marcha oscilante de la economía argentina, en la etapa que se inicia al finalizar la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década del setenta, es el resultado de los límites con los que choca la acumulación de capital en Argentina: apropiación de renta diferencial para sostener la valorización de los capitales industriales que producen mercancías para la escala restringida del mercado doméstico.
Los ciclos que caracterizan la acumulación de capital en la Argentina en la etapa en cuestión, deben ser analizados a la luz de dar cuenta de cual es la especificidad que presenta la forma concreta adoptada por el modo de producción capitalista en este país. Cabe preguntarse aquí, si la economía argentina es capaz de expandir, a un ritmo sostenido, un crecimiento basado en la producción general de mercancías y, si tal proceso, es portador del desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Evidentemente, como bien expone Iñigo Carrera, el límite para ambos aspectos reside en la capacidad de apropiación de la renta y en cuál es la producción destinada a competir en el mercado mundial. Es a partir de esto que puede explicarse tanto una manifestación particular de la naturaleza de este contenido (escasez recurrente de divisas) como las formas políticas concretas que el mismo adopta para realizarse como tal.

jueves, 20 de marzo de 2008

La formación económica argentina desde 1930 a 1976

La unidad entre relaciones económicas y relaciones políticas en las dos fases de la llamada “industrialización mediante la sustitución de importaciones” es abordada desde diversos puntos vistas. Algunos de ellos, por muy contrapuestos que parezcan entre sí, terminan finalmente por caer en la misma apariencia de concebir unas y otras como dos cosas que se mueven con independencia (sea esta total o parcial) entre sí.
El planteo mas claro en este sentido, es el de Lavagna y Rosembuj donde, si algo determina o es el contenido de las relaciones políticas no es nada que pueda provenir de la materialidad del proceso de trabajo, sino de la abstractamente libre subjetividad humana expresada, en este caso, en una “ética” o “doctrina”. Esta ética o doctrina es la “justicia social” o, como la definen los propios autores, “la redistribución del ingreso a favor de los sectores de menos recursos” se aplicó en un momento histórico particular (la posguerra mundial) dando lugar al “modelo peronista de desarrollo”, el cual además de cumplir con esta dimensión “ética” permitió una industrialización creciente gracias al aumento en la demanda, logrado por la redistribución de ingresos. La condición para que tal modelo pueda ser aplicado es, en consideración de los autores, la nacionalización de la economía o el “control de resortes básicos” de la misma, tales como el comercio exterior, la banca y los servicios públicos. Con esto se logra (además de las ya mencionadas “justicia social” e industrialización) “independencia económica” frente al “imperialismo” y al capital extranjero. De este modo, el desarrollo de las fuerzas productivas en Argentina no parece contar, en este planteo, con ningún tipo de límite mas que los de otra subjetividad abstractamente libre que se imponga por la fuerza (como lo ocurrido en el golpe de estado de 1955) en el poder del estado. En el momento en que esto ocurrió es cuando se frenó tal desarrollo y así lo exponen los autores: “el desarrollo de la industria básica era objetivo de la segunda fase del gobierno peronista; aquella que precisamente, se vio frustrada por la contrarrevolución de 1955” . Obviamente en este planteo, la determinación que le cabe a la clase obrera como sujeto revolucionario se agota en la “doctrina peronista” que es la única capaz de “hacerla partícipe de la riqueza que ella misma crea”.
Para Díaz Alejandro, parecería resultar evidente que la forma adoptada por las relaciones económicas es decir, las relaciones políticas fueron, durante el período en cuestión, un estorbo para el normal, natural y libre desenvolvimiento de las primeras. La consecuencia directa de esto fue, para el autor, una “asignación ineficiente de recursos” que deriva en última instancia, en el retraso relativo de Argentina frente a países (de características similares) como Australia y Canadá. En este sentido Díaz Alejandro identifica en el período peronista de gobierno “ineficiencias macroeconómicas” (ligadas al proteccionismo y al desaliento a las exportaciones) e “ineficiencias microeconómicas” (vinculadas a un mercado laboral que se tornó “poco flexible”). Por otra parte el gobierno peronista, según el autor, tuvo una actitud hostil hacia el capital extranjero lo que termino provocando falta de inversión. No obstante, Díaz Alejandro observa que en 1953 la actitud del gobierno nacional cambia permitiendo el ingreso de capitales extranjeros. Sin embargo, esto no provocará para él cambios sustanciales: “las políticas de industrialización posteriores a 1955 continuaron las tendencias iniciadas por el régimen peronista en 1953. Las actividades que colindan con la sustitución de importaciones se desarrollaron merced a la ayuda de los inversores extranjeros y del generoso proteccionismo oficial” .
Vemos así que en el planteo de este autor, si existió alguna traba al desarrollo de las fuerzas productivas provino de las formas políticas adoptadas por el proceso de acumulación de capital, que entorpecieron la asignación eficiente de recursos del sistema de mercado. Desde este punto de vista, la determinación de la clase obrera como sujeto revolucionario no existe como tal y es ideológicamente negada. Todo lo que le cabe a esta, en tanto sujeto histórico, es funcionar como un factor de la producción y recibir la correspondiente remuneración marginal (salario) por su aporte al proceso productivo social.
Peralta Ramos (a diferencia de los autores precedentes) parecería hallar la unidad entre las relaciones políticas y las relaciones económicas, para el denominado período de “industrialización mediante sustitución de importaciones”. Sin embargo, la autora ve una relación exterior entre las mismas: unas (las relaciones económicas) son la “condición” para la aparición de las otras (las relaciones políticas) y no la forma concreta necesaria en que las primeras se realizan. En sus propios términos: “la condición estructural para la aparición de una alianza de clases que se designará en nuestro país como peronismo es el nivel alcanzado en la acumulación de capital en un contexto dependiente” . En este análisis, las formas políticas no tienen por contenido la acumulación de capital sino que ésta es una “condición” o un dato de la realidad para que las mismas sucedan. Queda barrida así, o en un segundo plano, la necesidad de la forma que toman las relaciones políticas. Mas aún, la acumulación de capital aparece invertida respecto de su forma o sea, como la expresión política de un “bloque de clases” en su enfrentamiento con otro. Así caracteriza Peralta Ramos la etapa correspondiente al derrocamiento de Perón: “el enfrentamiento en esta segunda etapa no será entre el capital y el trabajo sino que será el enfrentamiento entre dos bloques de clase y se expresará en términos de dos modelos de acumulación: desarrollo dependiente o desarrollo independiente.” Este último es, en la visión de la autora, la expresión de la plena expansión de las fuerzas productivas sociales en Argentina. Se concibe así la acumulación de capital como un proceso nacional por su esencia, donde el límite a su expansión proviene del exterior a manos del “imperialismo” y sus diversas “estrategias” para garantizar su dominación. La etapa en cuestión por lo tanto, encontraría así un desarrollo potencial o posible de las fuerzas productivas truncado por esta limitación ajena y exterior (imperialismo). En esta perspectiva, la clase obrera tiene una determinación como sujeto revolucionario que no nace de la propia necesidad del capital, sino de algún elemento externo a ella que si bien la condiciona, no la determina. Mas concretamente, Peralta Ramos afirma que la clase obrera subordina sus propios objetivos de clase a los de la “fracción industrial burguesía”, beneficiada con el proteccionismo del período, debido a que existió una condición para ello: “una etapa de acumulación con distribución de ingresos”.
En el análisis de Iñigo Carrera sobre el período, aparece expuesta la unidad entre relaciones económicas y relaciones políticas. El autor plantea que el denominado proceso de “industrialización sustitutiva de importaciones” no fue la expresión potencial o posible del desarrollo de las fuerzas productivas. Aquel por el contrario, consistió en la negación de éste en la medida que fue llevado a cabo por capitales pequeños (tanto nacionales como extranjeros) incapaces, por su determinación de pequeños, de poner en acción la máxima productividad del trabajo posible. La valorización de estos se sostuvo en la renta diferencial de la tierra como una de sus fuentes principales. La expresión política de esta negación se traduce, para Iñigo Carrera, en “la subordinación de la acción política independiente de la clase obrera a las condiciones de su reproducción inmediata subsumida en la especificidad del proceso nacional de acumulación” .
El proceso argentino de acumulación de capital, en este enfoque, continúa su curso en base a la expansión y contracción de la masa de renta apropiable. De acuerdo a estos movimientos es como varían las formas políticas en que el mismo se realiza; en momentos de expansión de la renta y de una mayor apropiación de esta por el capital industrial, la forma política aparece beneficiando a la clase obrera en su conjunto permitiendo el flujo de renta desde el terrateniente al capitalista por medio de un mayor consumo individual del obrero es decir, de las mercancías compradas por éste. En momentos de contracción ocurre lo contrario: la marcha atrás con las formas de apropiación de la renta.
En lo expuesto por el autor, la determinación como sujeto revolucionario de la clase obrera no aparece brotando de sí misma ni tampoco de alguna condición externa. Lo que puede deducirse es que tal papel, estaría ligado en todo caso, a la necesidad del propio proceso de acumulación de capital en Argentina (como forma del proceso mundial de acumulación) de expandir o no las fuerzas productivas sociales. En caso de aparecer esta necesidad la forma política requerida es la de la acción política de la clase obrera avanzando, por medio de la revolución social, en la centralización del capital al interior del ámbito nacional.
Las relaciones políticas, o relaciones sociales directas (entre personas), son la forma concreta necesaria en la cual se realizan las relaciones económicas, o relaciones sociales indirectas (entre personificaciones). En las primeras encontramos (y así es como se nos presenta) independencia social para actuar de acuerdo a la conciencia y voluntad libres. Fácil resulta, por consiguiente, caer en la apariencia de que la voluntad se mueve sin más razón o determinación que lo que ella quiere por sí misma o por naturaleza esto es, de manera autónoma y sin ningún contenido (tal como aparece expuesto en el planteo de Lavagna y Rosembuj). O bien, que las relaciones sociales directas mantienen un vínculo exterior con las de carácter indirecto de modo tal que estas “condicionan” a aquellas (como lo presenta Peralta Ramos).
En las segundas en cambio, encontramos la interdependencia social de los individuos ya que cada trabajo concreto y particular que realizan estos, no es más que una porción o una cuota en la asignación de la fuerza de trabajo total de la sociedad, necesaria para reproducir la vida humana. También aquí, la tentación surge en ver este contenido con completa abstracción de las formas concretas en que se presenta y reducirlo así a una “cuestión natural” es decir, opuesta al otro tipo de relaciones sociales que no harían mas que causar ruido o alterar el normal funcionamiento de las mismas (el ejemplo de esto es el análisis de Díaz Alejandro).
En la determinación de la clase obrera como sujeto revolucionario está portada el avance en las fuerzas productivas sociales. Claro que si bien no es ésta la única manera en que las mismas puedan expandirse, es (en mi opinión) la mas potente y así parecería demostrarlo la historia en sus casos concretos de procesos nacionales de centralización del capital en manos de la clase obrera. Este contenido (expansión de las fuerzas productivas sociales mediante la centralización del capital en un ámbito nacional) no puede tomar otra forma política que no sea la acción revolucionaria de la clase obrera aboliendo la propiedad privada de los medios de producción y de la tierra (en el caso de Argentina). Resulta claro que en la etapa de la llamada “industrialización sustitutiva de importaciones” la clase obrera estuvo lejos de personificar un proceso de tales características; el capital (en tanto relación social general) no tuvo la necesidad de centralizarse absolutamente y esto se tradujo en la expresión política que terminó por ser la representativa (en términos generales y hasta nuestros días) de la clase obrera argentina: el peronismo.

La formación económica argentina desde 1880 a 1930

La renta diferencial de la tierra es decir, la parte adicional (o extra) de valor obtenida a partir de las mercancías producidas en tierras, cuyos condicionamientos naturales (no controlables) permiten sostener una productividad relativamente mayor del trabajo, ocupó un lugar central a la hora de entender como surge históricamente el proceso argentino de acumulación de capital. La marcha de éste (y las formas políticas que adopta el mismo para realizarse como tal) en un período histórico concreto, sólo pueden comprenderse dando cuenta de qué es lo que ocurre con la producción de aquellas mercancías con la capacidad suficiente de competir en el mercado mundial (por ser portadoras de renta diferencial en este caso) y, por este motivo, de sostener el proceso de metabolismo social en un ámbito nacional en particular, de la unidad mundial de acumulación de capital, como el de Argentina.
El papel central jugado por la renta de la tierra, en la acumulación de capital en Argentina, durante el período 1880-1930, constituye (lo que se puede considerar) un punto de partida en común en los enfoques de Díaz Alejandro, Laclau e Iñigo Carrera, a la hora de encarar sus respectivos análisis. Los tres autores afirman que la expansión de la economía argentina en el período se sostuvo en lo fundamental, en base a la exportación de mercancías agrarias al mercado mundial y, en particular, a Inglaterra. Mercancías que son portadoras de renta diferencial debido a las condiciones naturales excepcionales (mayor fertilidad del suelo) en las que son producidas. Ahora bien, en relación a cómo, para cada una de las visiones, surge esta renta diferencial y a cómo esta es apropiada para sostener la acumulación de capital en Argentina en la etapa 1880-1930, es donde aparecen las divergencias. Veamos en que consisten las mismas.
En el plateo de Díaz Alejandro los dueños de la tierra (terratenientes) o, como el mismo autor los define, “propietarios del factor mas abundante” es decir la tierra, fueron los principales beneficiarios en la apropiación de riqueza social en el período. Pero de acuerdo a Díaz Alejandro, el resto de los “factores productivos” (trabajo y capital) también resultaron favorecidos por la expansión económica producida en el período (aunque aclara que no de la misma manera). Esta situación de prosperidad parecería hallar su razón de ser, en el razonamiento de Díaz Alejandro, en la libertad, imperante en el período, para la movilidad de los factores y de las mercancías entre la Argentina y el resto del mundo. La apropiación de renta (así como el curso seguida por esta) en este enfoque pues, correspondería a la retribución percibida por uno de los “factores de la producción” en particular (la tierra) y a esto parecería reducirse todo su papel dentro del proceso argentino de acumulación de capital en la etapa en cuestión. Además, Díaz Alejandro no dice nada acerca del origen o de donde surge este excedente de valor apropiado en Argentina a partir de los productos agrícolas (lo que no deja de ser coherente con la caracterización de la renta como la retribución marginal del “factor productivo tierra”).
Laclau arranca su planteo en lo que parecería ser, en principio, algo contrapuesto a lo argumentado por Díaz Alejandro. La renta de la tierra según Laclau (lejos de ser la remuneración correspondiente a un factor de la producción) “es plusvalía producida por el trabajador extranjero e introducida en el país en virtud de la amplitud de la demanda de materias primas, proveniente del mercado mundial” . Ahora bien ¿qué curso sigue este flujo de riqueza social al ingresar al ámbito argentino de acumulación de capital? Si bien Laclau le otorga un lugar clave a la producción agraria exportable para explicar el crecimiento económico del período, nada dice acerca de la unidad del proceso argentino de acumulación de capital. Es mas, según lo que se desprende del análisis del autor, la acumulación de capital sería algo exterior a la producción de mercancías portadoras de renta diferencial. Tal proceso (acumulación de capital) correspondería a los países industrializados (es decir “independientes”) y no a aquellos (como Argentina) donde el lugar principal de la producción, con capacidad de competir en el mercado mundial, está constituido por las materias primas o alimentos. En palabras del propio autor: “la expansión de la renta pasó a ocupar en nuestra economía el lugar que en un capitalismo no dependiente corresponde a la acumulación de capital” . Sumado a esta exterioridad, el enfoque de Laclau postula que la renta de la tierra es apropiada en forma íntegra por los terratenientes quienes volcaron este ingreso al “consumo suntuario” o sea, a la compra de artículos de lujo. Por consiguiente, el punto de vista de Laclau termina por no diferir prácticamente del de Díaz Alejandro. En primer lugar, al presentar al capital industrial aplicado a la tierra como algo exterior (aunque no lo vea como un “factor”) al resto de los capitales que operan en el ámbito nacional argentino. En segundo término, al concebir el flujo de renta como algo que sigue un curso unidireccional: desde el resto del mundo a los bolsillos de los terratenientes (en última instancia) y, en menor medida, hacia los capitalistas agrarios y los obreros del sector. Respecto a si hay alguna vinculación entre este flujo de renta y la valorización del resto de los capitales industriales que operan en el espacio nacional de acumulación de capital en Argentina, ninguno de estos dos autores se detiene a mirarlo.
En el planteo de Iñigo Carrera la apropiación de la renta diferencial de la tierra y el curso seguida por esta, es lo que sostiene la acumulación de capital en Argentina durante el período 1880-1930. La renta de la tierra, para el autor, no es apropiada íntegramente por los terratenientes (tal como parece desprenderse del planteo de los otros dos autores) sino que una parte considerable de ella es canalizada por el estado, al resto de la economía nacional y mas concretamente, a sostener la valorización del resto de los capitales que operan dentro del país produciendo para el mercado interno en la escala (restringida) correspondiente al mismo. Los mecanismos utilizados a este fin son dos: impuestos a las exportaciones agrarias (cuyo monto es poco significativo) y sobrevaluación cambiaria. Esta última es clave ya que permite por un lado, proveer de recursos al estado nacional (obtenidos por medio de impuestos a las importaciones) para el pago de la deuda externa y, por otro; abaratar la fuerza de trabajo ya que los obreros compran las mercancías necesarias para su reproducción normal, a un costo inferior al precio de producción vigente en el mercado mundial. Con esto, los capitales industriales (nacionales o extranjeros) que actúan en Argentina produciendo mercancías destinadas al mercado doméstico se ven favorecidos al apropiarse de una tasa de ganancia extraordinaria. Por lo tanto, según este análisis, la expansión de la renta diferencial de la tierra no explica por sí misma las particularidades adoptadas por la acumulación de capital en Argentina durante el período 1880-1930, sino que es a partir de cómo la renta fluye y es apropiada al interior del espacio nacional de acumulación de capital, que se establece la unidad del proceso.
En lo que respecta al desarrollo de las fuerzas productivas sociales que le caben al proceso argentino de acumulación de capital, en el período 1880-1930, los enfoques de Díaz Alejandro, Laclau e Iñigo Carrera difieren en torno a si consideran este proceso nacional en su contenido es decir, en su esencia y a si tal desarrollo tiene un límite interno o externo. En Díaz Alejandro es claro que la acumulación de capital es nacional por contenido y que, para la etapa histórica en cuestión, las fuerzas productivas del trabajo social se expanden sin límite alguno. Si tal límite existió no brota, para él, de la especificidad del proceso de acumulación de capital en Argentina, sino de “factores ajenos a la economía nacional como sequías, cambios en los mercados mundiales y fluctuaciones en la inversión extranjera” . Por otra parte, Díaz Alejandro sostiene que la libre movilidad de factores y mercancías que primó en esta etapa tuvo como consecuencia una “asignación eficiente de recursos”. Así es como, para el autor, Argentina pudo ubicarse entre los países mas avanzados del mundo.
Para Laclau la acumulación de capital aparece presentada como un proceso también nacional en su esencia donde si las fuerzas productivas no pueden expandirse, es a causa de una traba impuesta externamente por otro ámbito nacional. Por consiguiente, desde el punto de vista de este autor, todo límite al desarrollo de las fuerzas productivas en Argentina halla su razón de ser en el carácter “dependiente” con el que se configura la economía nacional y que marca su evolución entre 1880 y 1930: “el monopolio de la tierra y la elevadísima renta diferencial proveniente de la inagotable fertilidad de la llanura pampeana se unieron para consolidar la estructura a la vez capitalista y dependiente de la economía argentina” . Esta traba externa entonces, es entendida como la imposibilidad que tuvo la economía nacional para desarrollar en su seno una producción general de mercancías con capacidad de competir en el mercado mundial, propia de ámbitos nacionales de acumulación de capital “independientes”. En lo que respecta a la producción agraria, Laclau no ve limitación alguna para el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad argentina. Para él (al igual que lo postulado por Díaz Alejandro) la producción agraria para el mercado mundial no chocó con ninguna barrera que nazca de la modalidad adoptada por la acumulación de capital en el espacio nacional, en la etapa. Esta última cuestión sí es tomada en cuenta por Iñigo Carrera en su análisis. El autor sostiene que debido a la especificidad del proceso de acumulación en Argentina (donde las formas de apropiación de renta por el estado para sostener la unidad de la producción social en el ámbito nacional) la producción de mercancías agrarias para el mercado mundial se ve limitada. En esta perspectiva, la sobrevaluación de la moneda restringe la escala potencial del capital industrial, aplicado a la producción de mercancías portadoras de renta diferencial, en un doble sentido. En primer lugar limita la aplicación extensiva de capital, al impedir la puesta en producción de tierras de peor calidad al no poder éste apropiarse la tasa normal de ganancia (acorde al ámbito nacional). En segundo lugar, la limitación es a la aplicación intensiva de capital ya que éste (al no contar con una tasa de ganancia normal) no puede desembolsarse en cuotas sucesivas en una misma tierra, que le permitirían competir con el resto de los capitales medios o normales del mundo y participar así en la formación de la tasa general de ganancia es decir, intervenir activamente en el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad.
Sin lugar a dudas, el papel jugado por la renta de la tierra y su proceso de apropiación es fundamental en relación al curso seguido y la modalidad adoptada por el proceso argentino de acumulación de capital en la etapa comprendida entre 1880 y 1930. Así parecen reconocerlo los autores. No obstante, respecto a cómo se establece la unidad del proceso de acumulación de capital al interior del espacio nacional (o si tal cosa existe) es decir, cómo a partir de la apropiación de la renta se sostiene todo el proceso de producción social en Argentina, poco o nada dicen los dos primeros autores presentados. Así la unidad de la acumulación de capital en Argentina, desde este punto de vista, está garantizada y se establece por sí misma esto es, al margen o con poca relación respecto al proceso mundial de acumulación de capital. Esto podría obedecer al hecho de concebir la acumulación de capital como un proceso de contenido (y no de forma) nacional. En el planteo del tercer autor analizado (Iñigo Carrera) esta unidad en cambio, se fija a través del papel jugado por la apropiación de la renta al interior del espacio nacional de acumulación. Este es, a mi parecer, el camino que debe seguirse para entender la especificidad adoptada por la acumulación de capital en Argentina como forma concreta del capital total de la sociedad (mundial). En este, el ámbito nacional argentino desempeña un papel específico en el desarrollo de las fuerzas productivas sociales aunque, dadas las circunstancias concretas de la etapa 1880-1930, tal desarrollo se presente como su negación (o sea, con una forma contraria a su contenido) debido a los límites concretos con los que choca: tanto en lo que hace a la producción agraria como al resto de las producciones, que no son efectuadas (en ningún caso) por capitales medios o normales.